MIGRANTES

Sueño americano muere en Tamaulipas

Lo invirtieron y arriesgaron todo en la búsqueda de una vida más digna: viajar a EU sin papeles para trabajar, pero acabaron asesinados a tiros y calcinados

La frontera entre Nuevo León y Tamaulipas es un mosaico de granjas familiares
Migrantes.La frontera entre Nuevo León y Tamaulipas es un mosaico de granjas familiaresCréditos: ESPECIAL
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La frontera entre Nuevo León y Tamaulipas es un mosaico de granjas familiares, campos de sorgo, pozos de petróleo y mezquitales. Y entre ellos, las hormigas: cientos de camionetas y tráileres que cubren la ruta Monterrey-Reynosa-Nuevo Laredo y que disfrazan una de las actividades más lucrativas de la frontera, el paso de migrantes.

El rastro del grupo en el que iba Santa Cristina se perdió en San Luis Potosí, 600 kilómetros al sur de Monterrey. Sus cuerpos aparecieron en un camino aislado del ejido Santa Anita, en Camargo, 200 kilómetros al noreste de Monterrey, ya en territorio tamaulipeco. Los encontraron baleados y carbonizados, abandonados en medio de la nada, tres días después de que una mujer denunciara la desaparición de su marido.

Desde hace más de una década, Tamaulipas es uno de los pasos más peligrosos para los migrantes. En 2010, un grupo criminal asesinó a 72 centroamericanos y sudamericanos en San Fernando, junto a la costa del golfo de México. Al año siguiente, las autoridades hallaron casi 200 cuerpos en fosas clandestinas en el municipio. La mayoría eran de migrantes.

En 2012 dejaron los cuerpos desmembrados de 49 personas, entre ellos migrantes, en Cadereyta, cerca de Monterrey, en la salida de la ruta hacia Reynosa. Nunca estuvieron claros los motivos, ni en el caso San Fernando ni en el de Cadereyta. Pero siempre existió la sospecha de que los criminales habían contado con la complicidad directa o indirecta de las autoridades locales. Una década después, la sospecha se ha convertido en certeza en el caso de Camargo. A principios de febrero, 11 días después de que hallaran los cuerpos, la Fiscalía de Tamaulipas informó de que al menos 12 policías de un grupo de élite estaban involucrados en la masacre. El fiscal evitó dar detalles sobre el papel de los agentes en la matanza.

Pero dijo que estaban acusados de asesinato, abuso de autoridad y falsedad en sus informes. También sugirió que los propios policías habían alterado la escena del crimen. La ausencia de casquillos de bala en la zona llamó la atención de los investigadores desde el principio. ¿Quién se preocuparía de recoger los casquillos después de un baño de sangre así? Junto a los cuerpos se encontraron dos camionetas, una de ellas una Toyota Sequoia que se ha convertido en otro de los puntos polémicos del caso. En diciembre, el Instituto Nacional de Migración (INM) había interceptado ese mismo vehículo durante el rescate de decenas de migrantes en una casa del área metropolitana de Monterrey.

El hecho de que las redes de trata fueran capaces de recuperar una camioneta capturada en un operativo desató sospechas sobre corrupción en el instituto y, simultáneamente, sobre su nivel de impunidad. El detalle de la camioneta y el avance en la identificación de los cadáveres reveló que el grupo de Comitancillo viajó en ese último tramo con al menos dos guías locales. Uno era el dueño de la Toyota. Esta información, junto con la que difundió la Fiscalía, ha alimentado la hipótesis de que los policías habrían confundido a los guías y a los migrantes con un grupo delictivo y los atacaron a balazos. Luego, al descubrir su error, habrían recogido los casquillos y prendido fuego a los vehículos en los que viajaban. Un martes a principios de febrero, en el único puesto de comida de la plaza de Doctor Coss —un pueblo de 500 casas donde el secretario de Seguridad fue asesinado a balazos en noviembre—, la vendedora de tacos explica que mucha gente de allí se va a vivir a Texas “por la inseguridad”. De paso por la plaza, un trabajador del municipio le pone fecha al fenómeno de la violencia: “Aquí desde 2009 está todo peligroso por la guerra que tienen ellos”. También dice que él no vio a los migrantes de Camargo, pero que si los hubiese visto no lo diría. Y que sí, que probablemente pasaron por allí.

En los albergues de Monterrey y Reynosa, la masacre de Camargo ha impactado a los migrantes, aunque no hasta el punto de pensar en volver. En Casa Indi, cerca del centro de Monterrey, el encargado de recibir a los que llegan, Marcos Antonio Castro Zelaya, de 43 años, busca infructuosamente los nombres de los migrantes de Comitancillo en su libro de registro. Pero no aparecen allí. El día de la masacre de Tamaulipas, Édgar López y López estaba de cumpleaños. Ese 22 de enero cumplía 50. Al contrario que el resto de los migrantes, él no iba en busca del sueño americano; regresaba a Estados Unidos para recuperar su vida, la que le arrebataron el 7 de agosto de 2019 cuando fue detenido en la mayor redada en una década en ese país, que terminó con casi 700 arrestos. Aquel día, agentes de la policía de inmigración (ICE, por sus siglas en inglés) irrumpieron en varias plantas procesadoras de pollo en Misisipi. En una de ellas trabajaba Édgar. Tras pasar casi un año en centros de detención, en julio de 2020 fue deportado a Guatemala, un país que no pisaba desde hacía más de 22 años. En Misisipi no solo dejó su trabajo, sino a su esposa; a sus tres hijos de 24, 21 y 11 años; a un nieto al que quería con devoción —Miguel, de 4 años, quien llamaba papá a Edgar— y a otro de seis meses al que nunca conocerá. También dejó su parroquia, la de Santa Ana, donde participaba asiduamente como líder comunitario.

“Llamaba todos los días. Quería venir porque aquí está la familia, aquí están los nietos”, dice su viuda, Sonia Cardona, por teléfono desde Carthage. En esa ciudad del sur estadounidense queda la mitad de la vida de Édgar López. La otra, la que se cuenta en lengua mam, está en la aldea Chicajalaj de Comitancillo. La casa donde vivió los seis meses desde que fue deportado hasta que intentó llegar de nuevo a Estados Unidos luce un lazo negro. Sus cuatro hermanas se turnan ahora para acompañar a su padre, don Marcelino, un anciano encorvado de 94 años que ya no oye y que da vueltas con la mirada perdida por el patio de la vivienda. Desde aquel día, y hasta que identificaron su cuerpo, Sonia Cardona recibió llamadas de extorsionadores desde México que trataban de sacar provecho a la tragedia y le pedían dinero a cambio de entregarle a su esposo.