El 27 de junio de 1954, el rumor de la lluvia ligera en la cuenca del Bravo, cerca del río Diablo, tomó proporciones apocalípticas, se transformó en la nota más alta de un millón de tenores que anunciaban la tragedia.
De gotas, el agua se convirtió en caudal incontenible, desbordó en minutos el río Diablo y avanzó con gran fuerza hacia el Bravo. Era el principio de la historia de un “Desastre de espantosa magnitud”, como lo tituló El Mañana de Nuevo Laredo días después en su primera plana. La poderosa corriente llevaba un mensaje de destrucción, de muerte.
Avanzó por el Bravo con un poder incontenible. En Piedras Negras, la población había sido alertada con dos días de anticipación y pocos tomaron con seriedad la advertencia.
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La pequeña ciudad esperaba una creciente de un metro. No fue así, el agua invadió casi cada calle, cada casa, cada edificio sin importar qué tan alejado estaba de la cuenca del Bravo. El hedor de cieno, de muerte, lo invadió todo.
En Nuevo Laredo, Heriberto Deándar Amador, director de El Mañana, escuchaba incrédulo las noticias que le llegaban por la radio, por teléfono, de boca de amigos, reporteros y fotógrafos. “Viene para acá”, advirtió, según contaban viejos reporteros de El Mañana al recordar la inundación que lo cambió todo en Nuevo Laredo y en toda la cuenca del río Bravo.
Don Jesús López Aboytes, hoy un reportero que camina en el sendero de la eternidad, platicaba que el despliegue del personal de El Mañana fue impresionante. “Movilizó a todos”, contaba Joaquín Soto Fraga, también un reportero de nota roja que ya está en otro universo. Deándar Amador movió las piezas de su ajedrez informativo. Envió fotógrafos y reporteros a las cercanías del sector Centro, donde se esperaba que el agua invadiera a Nuevo Laredo.
“Tengan cuidado”, les pidió al estar consciente del peligro. Valientes se habían desplegado hasta el Puente Internacional de arcos, pero pronto hubieron que apartarse, el agua los obligó a desplazarse varias cuadras hacia el sur.
El 29 de junio, la creciente avanzó a los dos Laredos, poderosa, destructora. Invadió desde la orilla del río Bravo un poco más allá de la calle Doctor Mier, pero también por los arroyos que de afluentes se convirtieron en receptores de esa poderosa fuerza.
Las ciudades hermanas, nacidas de un solo núcleo, de un solo grupo de familias, quedaron incomunicadas, Laredo por el norte y Nuevo Laredo por el sur.
“Nadie podía entrar, nadie podía salir”, contaba allá en los años setenta Ramiro Herrera, conocido beisbolista de la colonia Juárez, al recordar la tragedia que vivió de niño.
A diferencia de Piedras Negras, los habitantes de los dos Laredos abandonaron con tiempo las cercanías al río Bravo para ponerse a salvo.
Sin embargo, el poder de la creciente era incontenible. “Más de 400 casas se han derrumbado”, se leía en la primera plana de El Mañana, era la nota principal.
En Palacio Municipal, reporteros de El Mañana siguieron segundo a segundo el actuar de las autoridades. El agua era tanta y la corriente tan poderosa, que comenzaba a derrumbarla hasta entonces poderosa estructura del puente internacional hecho de piedra, de arcos.
Hay que volar el puente”, fue la decisión que tomaron las autoridades federales, estatales y municipales de ambos lados de la frontera. Había que evitar que la tragedia fuera aún mayor.
La poderosa explosión estremeció el corazón de los ciudadanos de ambos Laredos. Ramiro Herrera contaba que su poder apagó el sonido de los helicópteros y aviones de hélices que sobrevolaban los dos Laredos.
Al derrumbarse el puente por la poderosa explosión, el agua reencontró su camino y avanzó por la cuenca hacia Mier, Miguel Alemán y todas las poblaciones río abajo. Entonces, los ejércitos de Estados Unidos y México ya se coordinaban.