DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Castigo para la eternidad

Escrito en OPINIÓN el

Hoy aparece aquí uno de los más tremebundos chascarrillos publicados en este espacio. Se llama “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”, frase que trasladada a nuestro idioma significa: “Abandonad toda esperanza, vosotros que aquí entráis”. La frase no es mía, por más que algunos hayan creído advertir en ella trazos de mi estilo: pertenece a Dante. Con vehemencia suplico a los lectores de moral rigurosa aparten su mirada de ese escrito, pues podría sufrir su candidez. Lejos de mí la temeraria idea de herir algún recato. Quien se sienta capaz de arrostrar tan terrible badomía sin desdoro de su integridad y su tranquilidad espiritual, encontrará tal cuento en la parte final de esta sección... En las noches de bodas suele haber sorpresas. Pocas tan grandes, sin embargo, como la que se llevó en la suya don Pecunio, rico señor de edad madura que casó con Avidia, mujer joven y de atractivas formas. Cuando el provecto galán salió del baño se sorprendió grandemente al ver que su flamante desposada se hallaba ya sin ropa en el tálamo nupcial, pero con varias etiquetas en su profusa anatomía. En los labios mostraba una que decía: “Mil pesos”. En el busto otra con la leyenda: “5 mil pesos”, y más abajo otra marcada “10 mil pesos”. Al ver eso don Pecunio meneó tristemente la cabeza y le dijo con pesaroso acento a Avidia: “Ahora sí ya no me cabe ninguna duda, Avi: te casaste conmigo por mi dinero”. (Nota. Seguramente la tal Avidia no conocía una aleccionadora copla de antiguos tiempos dirigida a las muchachas en edad de merecer: “No te cases con viejo por la moneda. / La moneda se acaba y el viejo queda”)... Don Cucurulo, señor de edad madura, comentó pesaroso en la mesa de amigos: “Siempre he oído decir que la exposición a los rayos X puede producir impotencia. Debe ser cierto: hace 30 años me tomé una radiografía de tórax, y ya estoy empezando a sentir los efectos”... Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, vio por la ventana que su vecino estaba cavando un pozo en el jardín. Fue hacia él y le preguntó, curiosa: “¿Para qué está haciendo ese pozo?”. Respondió el hombre: “Para enterrar a mi pececito dorado”. “Pobrecito -se condolió doña Panoplia-. Pero ¿no es demasiado grande el pozo para su pececito?”. “No -replicó el vecino-. Está adentro del gato de usted”... El general Azo reunió a sus tropas y les dijo: “Nuestros servicios de inteligencia han averiguado sin lugar a dudas que el enemigo nos atacará esta noche por sorpresa. Sabemos la hora exacta en que el ataque se producirá, y por cuál flanco va a ser. Pero cuando llegue el enemigo finjan ustedes sorpresa. No hay que ser aguafiestas”... La señorita Himenia, célibe con muchos calendarios, le contó al doctor Duerf, psiquiatra: “Todas las noches me sueño en una isla desierta. Una banda de salvajes me acomete con intenciones lúbricas. Entonces me despierto”. Propuso el analista: “Le daré un tratamiento para que ya no sueñe eso”. “¡Oh no, doctor! -se alarmó la señorita Himenia-. Deme un tratamiento para que no me despierte”... Aquel chico llegó a la edad adolescente. Le pidió a su papá: “Háblame de sexo”. Replicó el señor, mohíno: “Yo qué voy a saber de sexo, hijo. Tengo 20 años de casado”... Llegó un cierto sujeto a los infiernos, condenado por su mala vida a estar ahí. Fue recibido en la puerta por Luzbel, mayor entre todos los demonios, quien le dijo: “Tenemos en el infierno tres castigos. Deberás escoger uno de ellos como tu pena para la eternidad”. Así diciendo lo condujo al interior. “Éste es el primer castigo” -le mostró. Se hallaba un individuo rodeado de feroces diablos que arrojaban sobre él cubetazos de plomo derretido. El recién llegado tembló al mirar aquello. “Éste es el segundo castigo” -le enseñó Luzbel. Estaba otro individuo cercado por espantosos espíritus malignos que entre gritos y blasfemias lo punzaban con sus tridentes al rojo vivo. El sujeto volvió a temblar a la vista de aquel crudelísimo montaje. “Éste es el tercero” -le señaló Luzbel. Se encontraba un tercer individuo de pie. Frente a él, de rodillas, estaba una bella mujer. “Escojo este castigo” -dijo apresuradamente el sujeto. “Muy bien” -aceptó Luzbel. Y ordenó luego: “Que se vaya la mujer. Ya llegó un nuevo condenado”... (No le entendí)... FIN.
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