DESDE EL OTRO LADO

Kintsugi

Escrito en OPINIÓN el

En casa todo está destartalado. Siento un orgullo enorme en esa acumulación de cachivaches que algunos pasarían por basura, tesoros para mí. Yo no presumo de las cantidades exageradas que pagué por tal o cual cosa, yo presumo lo que no pagué, y el pasado oscuro y triste de algunas de mis pertenencias más queridas.

Aquel sofá estaba lleno de hoyos y ratas en su vida pasada, a punto de ser arrojado a la calle, pero un poco de maquillaje, un levantón por aquí y por allá, una poquita de silicona textil, y listo, cualquier rey venido a menos lo sentiría un trono.

Aquella mesa de mármol vintage se le quebraron las patas, entonces le puse otra mesita abajo y parece la mera verdad.

Aquel escritorio no abre dos cajones, la lámpara aquella enciende a veces, a ratos, y el piano está un tono abajo que simplemente no quiere subir. En Japón, el Kintsugi es el arte de reparar la cerámica dañada y tienen más valor a veces las piezas que han sido reparadas, que las intactas. Se reparan con oro molido y otros metales, y sus grietas, lejos de ser un defecto, brillan, resaltan; la cicatriz entonces se vuelve el enfoque, el plato principal.

Qué bello sería que la vida con oro reparara nuestras grietas, nuestras imperfecciones, y éstas se volvieran un accesorio más en nuestra persona, o mínimo que arreglaran los baches que brotan por todos lados de nuestra ciudad como Gremlins empapados y furiosos. Hay vidas sin duda que tienen heridas más interesantes que sus lados lisos, y hay lados lisos necesitados, en calidad de urgencia, de una que otra quebradura.

Si un japonés, maestro del Kintsugi, viniera a casa, quisiera llenar todo de oro por sus miles de grietas y seguro este viejo hogar se volvería en una de esas maravillas de Salomón. Pero lo detendría, le trataría de explicar que esos muebles, cuadros, libros y un largo etcétera, tienen para mi más valor, así, llenos de fisuras y deshilachas; así me gustan a mí.

No todo lo roto hay que repararlo, hay heridas que vale más dejarlas abiertas siempre, sin oro ni pena; un gran monumento al dolor y la lucha. Así voy yo, con toda esa bola de cicatrices a mis espaldas; algunas visibles, otras despellejándome desde adentro, pero ahí van conmigo, como un bastón indispensable para subir todas las montañas. Lo siento pero el Kintsugi conmigo no funciona, y luego con oro, olvídense -¿de dónde?-. Así las cosas, querido y no tan querido lector, no nos queda de otra.

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